miércoles, abril 11, 2007

Cinco apuntes sobre Lisboa de lectura no obligatoria




Post it dejado en la ventana.
(Editado)

He desayunado pastéis de nata. Son unas pastas de hojaldre y crema que se comen tibias y espolvoreadas con canela y azúcar. Los que más me gustaron son los que probé en Belém junto al Monasterio de los Jerónimos, en la famosa pastelería Pastéis de Belém fundada en 1837. Los pastéis abarrotan los escaparates de las mil y una pastelerías de Lisboa. Es difícil resistirse, y eso que yo nunca me he considerado una persona de dulces, aunque sí me considero una persona de salados. Y es que considerarse algo está bien.

He traído en la maleta tres cd's de los Doors, a pesar de no ser típicos de Lisboa, a mí me traen mucha saudade. Cuando vi las portadas de Morrison Hotel y de Strange Days en cd, tan brillantes, con la caja de plástico de bordes redondeados, tan estéticos y tan irresistibles como los pasteis, pensé que sería un buen souvenir aunque pudiera comprármelos en Barcelona. Todo el mundo sabe que no es necesario ir a México para a comprar un sombrero mexicano.


Apunte nº 2






La saudade te cala como el ladrido constante de un perro. No sé si será por las paredes desconchadas de los edificios, la pintura descolorida de las fachadas, las ventanas viejas de las buhardillas o los azulejos rotos de las paredes... pero le sienta tan bien la decadencia. No es una ciudad para almas perfectas. Eso es lo que tiene la belleza genuina, que a veces queda bien y otras veces hace parecer un adefesio. Algo así como una nariz grande o unos dientes torcidos, no a todo el mundo le sienta igual. En este caso, queda bien.

Apunte nº 3


Elevador de Bica


El sol ha brillado cada día. En ese extremo de la península no llovió, excepto la última tarde, que el cielo ya estaba triste. Nos subimos al tranvía cada día 28 veces. Perdón, he querido decir que nos subimos al tranvía 28, cada día un par de veces. La última tarde cedimos nuestro asiento a dos viejecitas portuguesas mientras llovía a cántaros sobre la Alfama. Tengo un montón de fotos llenas de tejados.


Apunte nº 4



Sofía se llena el bolso de mapas
y los tigres aprenden a soñar
con sus ojos verdes verde.

Un mapa que daban en el aeropuerto,
otro en recepción,
otro en la caseta de información,
otro de internet,
el plano de la guía...
y todos juntos
dando como resultado una ciudad
con las calles repetidas cinco veces.


Y la posibilidad de cinco veces perderse.

Apunte nº 5




Estando aún en Lisboa, se nos ocurrió la historia de un pastelero lisboeta que se muda a Barcelona para olvidar un amor y probar suerte con una nueva vida.

Al tipo, de nombre Joao, no le está yendo nada mal en Barcelona, la receta de pasteis y queijadinhas triunfa en el ensanche, los domingos se forma una cola de gente que da la vuelta a la calle. Incluso, las costumbres están cambiando y para los cumpleaños ya no se soplan las velas de la típica tarta de aniversario, ahora se compran tantos pasteis como años se cumplen y se los tienen que trincar todos el mismo día o no se hace realidad el deseo. O se mueren. Esta es una regla que se inventó Joao una noche, borracho, como el que inventó las del Parchís o el Monopoli, y para sorpresa de Joao, en Barcelona se sigue a rajatabla. Así que la fortuna le sonríe a nuestro pastelero lisboeta en la Calle Diputació o la Calle Calabria, no viene al caso la localización exacta... PERO, y un PERO así de grande, Joao estaba triste. Extrañando constantemente algo:

su ciudad;
a su gente;
a su ex;
el olor a sardinas;
yo que sé;
el revoltillo de bacalao de su madre;
o vinho verde;
la ropa tendida en los balcones.

Aunque no eran todas esas cosas exactamente, ni tampoco eran exactamente todas esas cosas, más bien era algo sobre el espacio, el horizonte, las calles, las vistas...¡las paredes!
La fachada del edificio de la pastelería de Joao en Barcelona había sido recientemente restaurada con las ayudas del ayuntamiento, y sí, el bloque había quedado precioso, como nuevo, como si la finca centenaria estuviera recién salida del horno, como diría Joao.

Lo que le sucedía a nuestro pastelero era nostalgia del paso del tiempo, de paredes derrotadas, mosaicos en mil pedazos, grietas y huecos. Imperfección. Joao anhelaba la imperfección. Por ese motivo y dominado por un impulso extravagante de nuevo rico, una noche salió a la calle, se situó frente al edificio de la pastelería y empezó a picar y repicar la fachada, consiguiendo un par de descubiertos la mar de curiosos justo al lado de la puerta de entrada.
Tras la faena se fumó un cigarrillo, pensativo, maquinando qué otras imperfecciones podía llevar a cabo. Cuando se le ocurrieron, apagó la colilla -por supuesto en la pared de la finca- y prosiguió con sus maniobras de recuperación de la degradación del tiempo, esta vez haciendo saltar la pintura y el yeso de los bajos de los balcones del primer piso, que evidentemente era de su propiedad. Nuestro pastelero Joao se sentía contento y feliz, recuperando la sonrisa y con un nuevo brillo en sus ojos. Por fin, aquel edificio impoluto y perfecto empezaba a parecerse a su querida Lisboa.

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